miércoles, 31 de agosto de 2011

-Veinticinco pesos con cincuenta- al repetir el total de la compra unas 5 veces sin recibir otra respuesta que no fuera una mirada perdida, la cajera llamo al encargado. Un hombre alto, altísimo, de esos que uno no puede evitar preguntarse idioteces del estilo de ¿Cómo diablos es que ese tipo pasa por las puertas sin golpearse la cabeza? y ¿Qué hace que no esta jugando basketball?. En fin, el sujeto cuya única función era meramente de control y resolución de problemas (a.k.a atención al cliente) se acercó al comprador en potencia, que aún seguía inmerso en un trance ininterrumpible y le tocó en hombro.
-Señor, son veinticinco pesos con cincuenta- el hombre pagó con treinta, y mientras le daban el vuelto organizó las bolsas en su chango con la mayor eficiencia posible. Luego se retiró despacio al estacionamiento, como embobado. Puso las compras en el baúl y se sentó en el asiento delantero donde paso otros quince minutos ensimismado.
Esa misma noche preparó unos fideos con salsa bolognesa, puso la mesa, se sirvió el vino tinto en una copa de esas ridículamente sofisticadas mientras contemplaba el sabroso platillo, la botella se le resbalo de las manos estallando contra el piso:
-QUESO RAYADO- eso era lo que había olvidado comprar.

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